sábado, 31 de enero de 2015

Un millón de gotas de agua.

Lluvia, viento, música de fondo. Es duro ver como las cosas importantes se van desvaneciendo poco a poco hasta desaparecer.  Es la impotencia que sientes cuando te encuentras en un momento que se te escapa de las manos. Cuando no sabes cómo reaccionar porque no sabes lo que va a pasar, ni si quiera sabes qué deseas que pase. Es la impotencia del no saber.

Sigues sin saber y el tiempo corre, no podrás seguir mucho tiempo así, no eres de piedra. Sabes que no es bueno para ti, ni para tu cuerpo, ni para tu mente, y te bloqueas. Ves la salida rápida y fácil y das un golpe a esa pared. Después recapacitas, te paras, intentas calmarte y respiras lo más hondo que puedes, una y otra vez, una y otra vez.

Rabia, esa es la palabra, eso es lo que sientes. Rabia al preguntarte por qué no eres capaz de solucionarlo. Pero todos te dicen que todo pasa, que nada es para siempre y que todo el mundo es prescindible. Que ahora, simplemente, estoy un poco más desprotegida.

Que, como dice Loreto Sesma: “Es ley de vida. Pero que alguien me diga cuál es la ley esa, por favor, que a lo mejor es eso lo que me tiene tan perdida.  Porque yo lo que necesitaba era que me dijeses que no saliste a buscarme, que saliste a encontrarme; y que al verme tenías que contener las ganas de romperme los huesos en un abrazo. Joder, necesitaba que me dijeses que me querías, aunque fuese mentira. Te echo de menos. Y un polvo, y un pulso a sonrisas, siempre que quieras. Dígale al amor que me rindo, a sus pies.”

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